Esta es la primera vez que viajo fuera de la frontera de España post pandemia y, como todas las primeras veces, por ello es especial. Han sido dos años soñando con que llegara ese momento de volver a sentir este gusanillo y es una ocasión señalada para mí. Además, le debía una a Oporto, como a todos los lugares a los que debo un trocito de mí misma pero que pasaron por mi vida antes de la creación de este espacio.
Oporto, Porto o Portus Cale como la llamaban en sus inicios los romanos, es una ciudad creada en torno al río Duero, que ha abastecido y enriquecido a este lugar durante toda su existencia. Conocida por su vinho, quizá algo menos a quien no la haya visitado por ser la alegoría hecha ciudad de un perfume de esos carísimos, que se presenta en un frasco pequeño pero que condensa en ese poco espacio un montón de maravillas a ofrecer.
Porto fue regalada al obispo y por ello durante muchos años la figura del obispo ha ostentado el poder sobre la ciudad. No es de extrañar pues, que arranquemos nuestra visita en la colina presidida por la majestuosa Catedral y el Palacio Episcopal.


En cambio, si algo me gusta especialmente de Oporto es ese espíritu rebelde que impregna la ciudad y su historia, así que me vais a permitir que avance en la visita que hemos hecho para presentaros la colina del Olival, en el lado opuesto, y que respira belleza y rebeldía por cada rincón.
En esta colina del Olival se encuentra la moderna Universidad de Oporto, por lo que no es de extrañar encontrar jóvenes con capas negras que parecen salidos de Howgarts haciendo méritos, como pacientes mártires, soportando las novatadas para ser considerados miembros de alguna de sus hermandades. Y siguiendo con la inspiración de Harry Potter, al lado de la universidad también se encuentra la famosísima librería Lello, donde no pudimos entrar esta vez porque debido a su fama tiene unas colas para acceder que no cabían en nuestro finde exprés.

Además de otras muchas maravillas, en esta colina del Olival también nos vamos a encontrar con la Iglesia de los Clérigos, de estilo barroco rococó que en su día albergó, además del santuario, un hospital para los más desfavorecidos. Bajo la firma de un desconocido Nicolau Nasoni, este edificio es un deleite, y tanto fue así que Nasoni se convirtió en el arquitecto más famoso y más demandado de Oporto, incluso a pesar de que este trabajo lo hizo sin cobrar. La iglesia está coronada en su parte trasera por la Torre de los Clérigos, que se convirtió en faro de Oporto ya que era tan alta que podía verse no sólo desde cualquier punto de la ciudad sino también desde el río Duero para los navegantes. Esta torre y la plaza en la que se ubica, plagada de las típicas casas con la fachada de azulejos de colores, se ha convertido en mi lugar favorito en Oporto.


Una vez presentadas las dos colinas que constituyen, de forma natural, los límites laterales del centro histórico de Oporto, os voy a hablar de todo lo que hay en medio, que es muchísimo.
Voy a empezar por la maravillosa estación de Sao Bento, construida a principios del siglo XX una vez pudieron «deshacerse» de las últimas monjas que habitaban el convento que había en su lugar.

Las monjitas en cuestión fueron muy longevas y no podían echarlas hasta que la última de ellas muriera, de ahí que se cuente que los trenes llegaban a Oporto como si no llegaran a ninguna parte porque vías si había, pero estación aún no. Así lo reflejan las historias sobre la ciudad pintadas en los clásicos azulejos portubenses que decoran el bellísimo vestíbulo de Sao Bento.

Porto está plagada de cuestas. No deja de ser una ciudad que cae en cascada hasta el río Duero y nuestros gemelos están sufriendo las consecuencias. Avanzamos desde Sao Bento en busca del Duero y lo hacemos por la preciosa y siempre animada Rua das Flores.

Una curiosidad: todas las calles hacen honor a la profesión que más se daba en ella, en el caso de las Flores no es así; esta calle no estaba plagada de floristas sino de joyeros que, para llamar la atención de sus clientas, lo hacían decorando sus bonitos escaparates llenos de dorado con flores.
Bajando la Rua das Flores durante un rato de cuesta abajo, vamos encontrando edificios tan bonitos como el Palacio de la Borsa.

Poco después de la Borsa aparece ante nosotros él, el verdadero protagonista de esta ciudad: el río Duero y su Ribeira. Es una zona llena de magia y ambiente, plagada de bares donde comer el típico bacalao de mil formas cocinado así como las riquísimas francesinhas (un poquito después os hablo de ellas), además de por supuesto degustar el famoso vinho do Porto mientras se disfruta de unas vistas maravillosas del río, sus 6 puentes y Vilanova de Gaia, la ciudad justo al otro lado del río.

Con más ganas de seguir explorando las vistas que nos ofrece el Douro, cruzamos el Ponte de Luis I, que de los 6 puentes a mí me ha parecido el más encantador. Os podéis imaginar que el paisaje desde lo alto de este puente es sobrecogedor.

Llegamos con la boca abierta a Vilanova de Gaia para descubrir que, además de poder contemplar Oporto de otra perspectiva desde allí, parte de la diversión que nos quedaba por ver está aquí, al otro lado del río.

Muy recomendable hacerlo a la hora de comer para probar en el mercado Beira-Río algunas viandas y bebidas portuguesas así como algunas portubenses, por ejemplo las tripas al estilo de Oporto (deliciosas!). Después de llenar los buches, es buen momento para probar el vino de Oporto que, por ser un vino dulce, se utiliza para el postre o la sobremesa. Podéis hacerlo como nosotros en alguna de las más de cien bodegas que hay concentradas en este lado del río, nosotros optamos por la bodega Poças, más pequeña y familiar, pero muy bonita e interesante. Allí aprendimos que ese sabor dulce de este vino se consigue rompiendo el proceso de transformación del azúcar de la uva en alcohol añadiéndole aguardiente, de ahí que sea tan dulce y con una gradación alcohólica tan elevada.


Y cuando creíamos que ya no podíamos sorprendernos más, de repente la suerte del turista vuelve a hacer de las suyas y nos lleva, totalmente de chiripa, a cenar A Regaleira, que resulta ser el lugar originario donde se creó en 1952 el plato por excelencia de Oporto, esto es, la francesinha. Para quien no haya tenido el placer, se trata de un sandwich de cerdo, salchicha, jamón york y mortadela cubierto por queso fundido y regada con una salsa picante que en este lugar aprendimos que hace honor a las mujeres francesas, de quienes Daniel David da Silva recién llegado de Francia y creador de este plato, se había enamorado profundamente. El plato es una bomba pero una bomba deliciosa. No hay foto, subir las cuestas de Oporto da mucho hambre y no he sido capaz de esperar ni un segundo a sacar imágenes de ninguno de los platos que me han puesto delante. 🙂
Ha habido miles de curiosidades, de historias y de rincones preciosos pero no quiero extenderme más. Tengo una curiosidad y una dedicatoria que hacer antes de terminar.
La curiosidad es la historia de Hazul, un artista callejero que ha llenado la ciudad de unas obras bellísimas. En su afán por limpiar la cuidad, el equipo de mantenimiento del ayuntamiento hizo desaparecer una de esas obras con pintura blanca y esto desató una guerra entre los asesinos de la brocha blanca y los artistas del spray en la que los segundos se organizaron tan bien para defender la obra de su colega Hazul, que provocaron que el ayuntamiento se gastara una ingente cantidad de dinero en cubrir una y otra vez lo que ellos pintaban. Si no puedes con el enemigo, únete a él. Gracias a esto, hoy Oporto cuenta con una de las mejores regulaciones de Europa con respecto al arte callejero. Una muestra más del espíritu portubense, siempre invicta!

Y la dedicatoria va para mi compañero de viaje, y de vida. Esta también ha sido una primera vez para él y no sé si sabe la enorme ilusión que me hacía ser, de alguna manera, su «guía» en esta experiencia. Por todas las primeras veces que están por llegar, que es el único brindis que nos ha faltado en este viaje 😉