Dicen que Cantabria fue uno de los pueblos más belicosos del norte peninsular y, en este 2020 tan complicado, que nos está arrebatando tantas cosas, yo necesitaba contagiarme de ese espíritu combatiente para seguir plantándole cara a esta nueva realidad. No sé si habré conseguido mi objetivo pero ya os anticipo que esta nueva aventura me ha hecho sentir más sola que en otras ocasiones, el miedo se ha colado dentro de nosotros y la distancia social ha puesto un muro entre cada persona que encuentras a tu paso, pero también me ha llevado a enamorarme sin remedio de una tierra plagada de paisajes de ensueño, de historias que contar y de tesoros escondidos. ¡Vamos allá!
Mi aventura arranca en San Vicente de la Barquera, una villa marinera que, a día de hoy, vive fundamentalmente del turismo gracias a sus maravillosas playas. De gran riqueza natural, se ubica en el estuario de la ría de San Vicente, donde los ríos Escudo y Gandarilla desembocan al mar Cantábrico, dejando un paisaje increíble de marismas que se pueden observar desde la zona alta de la villa, en el mirador de Santa María de los Ángeles. La pasión que siento siempre por los lugares altos desde los que divisar vistas increíbles, me lleva a subir sin dudarlo a contemplar esta maravillosa vista.

Cruzo el Puente de la Maza, un puente de arcos de medio punto, para poder contemplar la postal típica de San Vicente, con un sinfín de barquitas de colores apostadas en el embarcadero dispuestas para salir de pesca.

Lo hago desde la Playa de la Maza, una auténtica maravilla de playa para perros donde, acompañada de mi Moana, pasamos una tarde muy agradable con unas vistas inolvidables, pues a medida que va avanzando la tarde, la luz va cambiando los colores de San Vicente y la marea baja dejando un paisaje totalmente distinto al que habíamos visto por la mañana.

Sigue la aventura en Comillas, una villa señorial muy importante pues allí se fundó la Universidad de Comillas, de la que salieron importantes figuras eclesiásticas, razón por la cual se conoce a Comillas como la “villa de los arzobispos”.

Además de sus innumerables edificios barrocos, destaca la huella modernista que escasea fuera de Cataluña. De hecho, uno de los principales atractivos de Comillas es el Capricho de Gaudí, hoy convertido en museo.

El parque que rodea El Capricho es una auténtica maravilla, más aún si viajas con perro, y permite ver desde sus miradores los edificios de la villa.

Por si todo esto fuera poco, la playa de Comillas es también mágica. Tuvimos ocasión de pasear por ella e incluso poder comer en una terraza oyendo al Cantábrico rugir entre las rocas, que ejercen de espigón natural.

Seguimos camino hacia la villa de las tres mentiras, esto es, Santillana del Mar (llamada así porque ni es santa, ni es llana ni tampoco tiene mar). Un municipio medieval que derrocha encanto en cada calle y cada esquina.
En Santillana del Mar se encuentran las famosísimas Cuevas de Altamira que no pudimos visitar puesto que, con el ánimo de salvaguardarlas del deterioro, sólo pueden entrar a la semana 5 personas seleccionadas de una lista de espera interminable. Dada esta circunstancia, han creado en Santillana un museo con una réplica de las cuevas para, al menos, hacerte una idea de cómo son las auténticas.
Y si! Como podríais suponer, la editorial Santillana debe su nombre a este increíble lugar. No me resultó extraño que Polanco se enamorara de este pueblo con solo dar un paseo por sus callejuelas empedradas y contemplar sus maravillosos balcones. Destaca un balcón en la Plaza Mayor que pertenece a un lugareño que ocupa gran parte de su tiempo en mantener su balcón así de bonito y floreado.
Además de todo esto, no podíamos dejar de visitar Casa Quevedo, un obrador con solera que ofrece raciones de leche con bizcocho (además de los típicos sobaos y la quesada), de nuevo en la simplicidad está la excelencia porque es increíble como algo tan sencillo puede estar tan exquisito. No tengo foto, pero guardo a buen recaudo el sabor y la textura de la leche con bizcocho.
No podíamos irnos de la Cantabria más occidental sin asomarnos al cabo de Suances para ver el mar Cantábrico desde sus acantilados con la luz del atardecer.
Tras un merecido descanso, visitamos el parque de la naturaleza de Cabárceno. Un lugar a caballo entre un zoológico y un parque natural, con 750 hectáreas de terreno, construido sobre el paisaje kárstico de una antigua explotación minera en el que, además, hay un montón de animales salvajes que puedes ver de cerca. Y lo mejor de todo, pude hacerlo con Moana y ver su carita de curiosidad ante esos animales tan raros para ella.
El parque se recorre en coche, haciendo las paradas que consideres oportunas para ver a los animales y, entre parada y parada, puedes observar la belleza del paraje en el que está ubicado. En el parque también hay telecabina que me permitió verlo también desde las alturas e incluso divisar la bahía de Santander.De vuelta del parque, decidí hacer una parada en Liérganes y resultó todo un acierto. Es un pueblo encantador atravesado por el río Miera, que se convierte en protagonista absoluto de la villa.
Solo por contemplar su Puente Mayor merece la pena la visita pero además aprovechamos para darnos un chapuzón en el Miera y aprender sobre la leyenda del “hombre pez”. Se trata de la historia de Francisco de la Vega, que un día desapareció en el mar y se le encontró unos años después, con forma de pez y escamas pero apariencia humana, según cuenta la leyenda, y sólo acertó a tartamudear “Liérganes” por lo que le devolvieron a su pueblo natal donde pasó el resto de su vida hasta que un día volvió al mar y desapareció para siempre. Una escultura al pie del Puente Mayor recuerda la historia.
Al día siguiente, nos acercamos hasta Liencres, que nos ofrece una ruta a pie para recorrer los abruptos acantilados de su litoral. Nos acompañan toda la ruta unas vistas impresionantes de la Isla del Castro y los Urros de Liencres, muestras de cómo la naturaleza puede ser alucinante creando esos paisajes sólo con la erosión de las olas sobre la roca. He echado tanto de menos el mar durante el confinamiento, que no quiero resistir la tentación de sentarme a observarlo, colgada del acantilado, tanto tiempo como me apetezca.
Han habido más pueblos, más rutas y más momentos pero he querido concentrar los más relevantes de esta pequeña aventura por Cantabria. Ojalá muy pronto podamos volver a viajar todo lo lejos o lo cerca que queramos cuando hayamos vencido la batalla y tengamos la corona lista para que vuelva a brillar, si cabe, con más fuerza.